lunes, 27 de enero de 2014

"MEMORIAS DE UN FRANCOTIRADOR EN STALINGRADO", DE VASILI ZÁITSEV

Título: Memorias de un francotirador en Stalingrado
Autor: Vasili Záitsev
Editorial Crítica
Fecha de publicación: 14/01/2014
232 páginas
ISBN: 978-84-9892-652-1
15,5 x 23 cm.
Rústica con solapas
Traductor: David Paradela López

Se publican en España las famosas y polémicas memorias del francotirador de Stalingrado que inspiró ‘Enemigo a las puertas’


“Usa cada bala a conciencia, Vasili”, le decía de niño su padre cuando cazaban lobos en la taiga. A fe que lo hizo en Stalingrado, con otra clase de lobos, estos humanos, pero también grises. “Mataba a cuatro o cinco alemanes todos los días”, escribió. Las tremendas memorias del francotirador Vasili Zátsiev (1915-1991), Héroe de la Unión Soviética, uno de los más famosos en su difícil y atroz oficio, recién publicadas ahora en España por Crítica, nos adentran en la contienda particular que ese tipo de soldados libró durante la II Guerra Mundial, una historia de oscuridad y violencia. Nos llevan al corazón más frío y letal de la batalla –donde se mira agazapado a los ojos del que matas- y nos permiten asomarnos a la personalidad y las tácticas de unos combatientes tan admirados como temidos y denostados, y que siempre han provocado una morbosa fascinación: la mística del francotirador.

Las memorias de Vasili Grigórievich Záitsev se centran en la actividad del francotirador en Stalingrado, donde su cuenta particular ascendió a 242 militares alemanes, incluidos 11 francotiradores (abatir a los tiradores del otro bando era una de las prioridades de estos combatientes). Las vicisitudes del certero Záitsev fueron la base de la película Enemigo a las puertas, de Jean Jacques Annaud. Parte de lo que cuenta el francotirador, incluido el largo y épico duelo con el experto tirador alemán enviado a cazarlo que es el núcleo del filme, es muy controvertido y está considerado por historiadores como Antony Beevor pura invención. Eso no impide que las memorias sean una interesantísima descripción de la salvaje, brutal lucha en Stalingrado y que se lean con el corazón en un puño.

En un pasaje, Záitsev impide a su equipo de tres parejas de francotiradores disparar contra unos oficiales que creyéndose seguros están lavándose junto a una trinchera. “Esos tipos solo son tenientes”, les señala. “Si malgastamos balas con la pescadilla los peces gordos nunca asomarán la cabeza”. Al día siguiente vuelven a la zona de baños. Declinan disparar contra un soldado que se asoma. Y entonces aparecen los que esperaban: un coronel acompañado por un francotirador con un precioso fusil de caza, un mayor con la Cruz de Caballero con Hojas de Roble y otro coronel fumando en una larga y aristocrática boquilla. “Nuestros disparos silbaron. Apuntamos a la cabeza, como exige el manual, y los cuatro nazis cayeron al suelo expirando el último aliento”. En otra ocasión, dispara contra otro oficial que lleva la Cruz de Hierro en el pecho. “Apreté el gatillo y la bala atravesó la medalla del alemán, que salió despedido hacia atrás con los brazos abiertos”.

Záitsev inicia sus memorias explicando su infancia. Su abuelo pertenecía a una larga estirpe de cazadores de los Urales y le regaló su primera escopeta. Al salir a cazar se embadurnaba con aceite de tejón para camuflarse bajo el olor de animal. Matando lobos aprende a rastrear y acechar, lo que le serviría “para luchar contra esos otros depredadores bípedos que llegaron a invadir nuestra patria”. El futuro francotirador no era ningún iletrado. Ingresó en una escuela técnica de construcción, estudió contabilidad y fue inspector de seguros. En 1937 lo llamaron a filas e ingresó como marinero en la flota del Pacífico –siempre lució con orgullo bajo el uniforme la camiseta de franjas blanquiazules, la telniashka-. Deseoso de acción, solicitó el ingreso en una compañía de fusileros y fue a parar a Stalingrado. Llegó como suboficial el 21 de septiembre de 1942: fue como aterrizar en el infierno; en su diario anota que en el aire flotaba el hedor a carne abrasada.

En su primer combate, el bajo y robusto Záitsev de cara ancha –desde luego no se parecía a Jude Law-, llega al cuerpo a cuerpo y, perdidas las bayonetas y las pistolas, mata a su primer alemán estrangulándolo. Es la guerra en toda su crudeza: “Finalmente dejó de forcejear y noté un olor nauseabundo, en el momento de morir se había defecado encima”.

En la defensa de las posiciones en la famosa fábrica Octubre Rojo, Záitsev vive momentos angustiosos, es la Ratenkrieg, la “guerra de ratas”, en los sótanos y alcantarillas de la ciudad en ruinas. A finales de octubre un coronel observa como abate con tres disparos de su rifle estándar de infantería a sendos servidores de una ametralladora. “Consíganle un fusil de francotirador”, ordena –le dan un Moisin Nagant 91/30- y le dice: “Ya lleva tres, siga la cuenta a partir de aquí”. Así empieza su carrera. Le coge gusto: “Me agradaba ser francotirador y gozar de la licencia para elegir a mi presa, a cada disparo es como si pudiera oír la bala atravesando el cráneo del enemigo”. Dispara a larga distancia, 550 metros, y más. La mira telescópica revela detalles del blanco. “Sabes si se ha afeitado, puedes ver la expresión de su rostro, canturrea. Y mientras tu hombre se frota la frente o inclina la cabeza para ponerse bien el casco, buscas el mejor punto para que la bala haga impacto; no tiene ni la menor idea de que le quedan solo unos segundos de vida”. No hay ninguna duda, ni remordimiento. “Era fácil colocar el retículo entre sus ojos. Apreté el gatillo, convulsionó unos segundos y luego se quedó inmóvil”.

En el relato de Záitsev, los soviéticos son invariablemente nobles y heroicos y los alemanes crueles: ejecutan a los heridos con lanzallamas o arrojándolos a los perros. El francotirador ve a los nazis como “serpientes”, que se retuercen mientras las aprieta en su puño.

Las memorias están trufadas de consejos para los francotiradores –nuestro hombre se convirtió en instructor-. Un manantial o una fuente son buenos lugares para matar enemigos. Hay que cambiar de posición tras el disparo para impedir que te localicen. El tirador no necesita más de dos segundos para apuntar y disparar, pero los preparativos requieren horas y hasta días de observación y camuflaje. Hay que hacerse invisible. La paciencia lo es todo. Los francotiradores –que en contra del estereotipo no luchan solos, sino en parejas o incluso en grupo- usan señuelos y maniquíes para cazar a los rivales.

El grandioso duelo que aparece en Enemigo a las puertas ocupa todo un capítulo del libro. El autor explica que un soldado alemán prisionero les reveló que el alto mando, preocupado ante el creciente número de bajas, había enviado “a un tal mayor Konings” (Koenig en otras versiones), “director de la escuela de francotiradores de la Wehrmacht en las afueras de Berlín”, con el propósito exclusivo de abatir “al gran conejo ruso” (Zátsiev significa conejo).

El “superfrancotirador” alemán (Ed Harris en la película) y el ruso juegan una partida mortal. Zátsiev lo caza al final con un par de artimañas. Luego lo saca a rastras de su escondite, agarra su fusil y su documentación y se los entrega al comandante de su división. La supuesta mira de ese supuesto (y fracasado) as alemán se exhibe en el museo de las fuerzas armadas de Moscú.

“Nunca hubo un francotirador alemán llamado mayor Konings”, me recalca Beevor, que trató ampliamente el tema en su canónico Stalingrado. Ni en fuentes oficiales alemanas ni rusas. “Investigué todos los informes de francotiradores en Stalingrado que existen en los archivos del Ministerio de Defensa en Podolsk (TsAMO) y por tanto puedo decir con toda seguridad que el épico ‘duelo de francotiradores’ entre los ases alemán y ruso nunca ocurrió. Si hubiera tenido lugar habría sido reportado en su momento dado que era exactamente la historia que querían en Moscú para propaganda. Definitivamente, fue inventada después de la batalla”.

Beevor recuerda que Annaud lo invitó a ver su película “con la vana esperanza de que no fuera demasiado crítico; yo le había advertido claramente antes de cual era mi posición. Él había comprado los derechos del libro de William Craig, del mismo título que el filme, y Craig había creído en la historia propagandística del largo duelo con el francotirador y las pretensiones fantasiosas de Tania Chernova (Racher Weisz en la película) de que ella también había sido francotiradora y la amante de Zátsiev. Pobre viejo Zátsiev, reescribieron su vida convirtiéndola en leyenda, fue completamente manipulado por los oficiales de la GlavPURKKA, el brazo político del Ejército Rojo, y cayó en la depresión después de la guerra, dándose a la bebida”.

En realidad, señala el historiador, las hazañas de Zátsiev fueron muy exageradas y él ni siquiera fue el mejor francotirador soviético en Stalingrado; lo fue el sargento Anatoli Chejov (impropio apellido para alguien dado a tan violenta ocupación), otro “estajanovista de la guerra urbana”, al que el gran Vasili Grossman entrevistó e incluso acompañó en una misión en Mamaiev Kurgan, una de las zonas calientes de la batalla, para observar cómo actuaba. A diferencia de Zátsiev –a quien también conoció Grossman-, Chejov, que usaba una especie de silenciador, no miraba a las caras sino a los uniformes. Su primer día mató a nueve alemanes, el segundo a 17, en ocho días, a 40. En total eliminó en Stalingrado a 256 enemigos. En 1943, en Kursk, perdió ambas piernas. Ni él ni Zátziev fueron los mejores francotiradores rusos: Iván Sidorenko ostenta el récord con 500 muertos y le siguen otros cinco que pasan de los 400. Una mujer francotiradora, la comandante Lyudmila Pavlichenko, contabilizó 309. Tras la guerra se reconvirtió en historiadora.

Grossman no dejó noticia de ningún duelo épico, pero sí de un breve combate singular entre Zátsiev y un francotirador alemán, que duró… 15 minutos. El episodio, opina Beevor, fue el que probablemente se hinchó hasta convertirse en la saga épica de un prolongado duelo entre Zátsiev y el ilocalizable comandante Konings que pretendía hallar al ruso y matarlo.

Al final de sus memorias, Zátsiev explica las heridas que sufrió en las postrimerías de la batalla de Stalingrado. Perdió la vista a causa de la metralla de un proyectil de un lanzacohetes alemán Newerberfer y sufrió un viacrucis hasta recuperarla. No se le dejó volver al frente para evitar que cayera un valioso icono patriótico y se dedicó a formar francotiradores. Sus textos sobre la materia aún se estudian en las escuelas militares rusas. Al acabar la guerra, con el rango de capitán, fue desmovilizado y trabajó en una factoría textil en Kiev sin dejar nunca de recordar sus días de combate. Murió solo diez días antes de la disolución de la URSS y sus restos reposan en la colina Mamaiev, su coto de caza, desde donde el fantasma del viejo tirador quizá sigue acechando presas entre las desvanecidas ruinas de la antigua Stalingrado.

Fuente: El País

FRAGMENTO: http://static0.planetadelibros.com/usuaris/libros_contenido/arxius/28/27803_Memorias%20de%20un%20francotirador%20en%20Stalingrado.pdf

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