jueves, 6 de noviembre de 2008

"EL ARTE MODERNO COMO ARTE POPULAR"

40 AÑOS DE LA INTERVENCIÓN DE GIULIO CARLO ARGAN EN EL CONGRESO "ARTE MODERNO POPULAR"

EL ARTE MODERNO COMO ARTE POPULAR

No hay nada ambiguo en la noción de arte popular.1 Presupone, para comenzar, la noción opuesta, pero totalmente complementaria e integradora, de arte culto: docto o ignorante, el arte es siempre arte, expresión, como dicen, de una necesidad primordial e insuprimible del espíritu humano. Se añade una tercera categoría, el arte de los niños, muy similar, en cuanto a la falta o a lo elemental de los presupuestos culturales, a aquella del pueblo. Pero, si se puede hacer arte sin o con poca cultura ¿por qué hay un arte culto? Se responde que el arte culto se hace a pesar de la cultura, con el recomendable intento de recuperar las condiciones de ingenuidad, de espontaneidad, de bendita ignorancia del pueblo y de los niños. ¿No es el pueblo un eterno niño? Dejemos que juegue, pero que no rompa nada; el arte, en opinión de la mayoría, es un juego tranquilo. Que es un juego se ve en el hecho de que el arte del pueblo y de los niños no tiene historia, es siempre igual, las imágenes de los bosquimanos se parecen a las de los cazadores del Paleolítico. La historia, sin embargo, es una cosa seria y la hacen los mayores o, por lo menos, los adultos.
La idea corriente es que el arte popular no es otra cosa que el gradiente estético de las costumbre o del folclore. No causa problemas porque, salvo cualquier foco languideciente en México o en el norte de Brasil, ha dejado de existir o, peor, es falso. Permanecen los pueblos primitivos, los salvajes, la prehistoria; pero su arte se incluye en el área vaguísima del arte espontáneo, explicando que nos interesa porque queremos conocer al eterno salvaje, bueno por definición, que sobrevive en cada uno de nosotros y (como ha escrito agudamente Cocchiara) es nuestro Yo reconducido al estado de naturaleza, librado de las preocupaciones y de la responsabilidad de la historia. Hasta que viene un Lévi-Strauss a demostrar que existe un pensamiento y una cultura de los salvajes, y que nadie ha dicho que su arte prescinda de ellos.
Para los folcloristas, el arte popular es, si no exótico, burdo. Parece como si no hubiese pueblo en la ciudad, o que la presencia del arte culto lo inhiba o lo haga callar. Cuando el campesino se va a la ciudad para no morirse de hambre en la Arcadia, deja la insuprimible necesidad del espíritu en el peaje de la muralla. Ya no volverá a tallar las vigas del techo, el mueble del pan, la cuna del niño. Empleará su tiempo libre en otra cosa. Parece, en realidad, que el arte popular sea el arte que se hace en el tiempo libre; el artista de pueblo es faber y ludens, redime en el trabajo-con-placer del arte en trabajo-con-pena del campo. ¿Y si, por el contrario, buscase en la operación artesanal una especie de promoción de su estado social de agricultor, pastor, pescador? ¿Y si se aplicase a mejorar, practicando técnicas más refinadas, el instrumental y los procedimientos rudimentarios, arcaicos, de su trabajo cotidiano? Se objetará que el arte popular se reduce, muchas veces, a la decoración:2 pero la decoración no siempre es un «algo más» añadido a la funcionalidad propia del objeto, a menudo es el recuerdo de sus precedentes o las hipótesis o prefiguraciones de nuevas funciones. En todo caso, es una extensión, también en sentido espacial, del objeto, un modo de ponerlo en relación, y la relación ya es un principio de función. Los verdaderos valores estéticos de la artesanía rural hay que buscarlos en la configuración de la aldea, en la forma de las casas, en el mobiliario doméstico y los instrumentos del trabajo: barca, arado, carro, molino, etcétera.3
El arte popular, entonces, sería desinteresado, extraño a las leyes económicas, el que cada uno hace por sí mismo y para sí mismo sin recurrir a los especialistas. No es verdad: el arte popular, o lo que pasa por tal, está obviamente inserto en un sistema económico y casi siempre está hecho por artesanos de aldea.4 Pero, desde el punto de vista urbanocéntrico que vicia gran parte de la investigación sobre el folclore, esta economía rural no es mucho más importante que el tráfico de botones de los niños. Por otra parte, los problemas técnicos y económicos reales del campo no son decididos por los campesinos, sino por los propietarios, por la gente de la ciudad. No sorprende, entonces, que, muy a menudo, el arte popular (piénsese en la imaginería religiosa, en los exvotos), no haga otra cosa que divulgar en vernáculo o en términos elementales el arte culto de la ciudad, como una Biblia pauperum.
Volvamos al campesino que ha emigrado a la ciudad. ¿Tal vez no hace arte porque ha perdido el vivificante contacto con la naturaleza? Ni soñando: hoy tampoco la gente de la aldea, que vive en contacto con la naturaleza, talla más muebles del pan ni cunas y compra muebles y mobiliario en el almacén de la capital. En la ciudad y en el campo el miembro del pueblo deja de practicar las técnicas artesanales cuando deja de ser campesino y se convierte en obrero. El obrero es del pueblo, pero no hace arte popular porque está integrado en un sistema económico y productivo que separa claramente, sin dar lugar a confusión, la fase de ideación de la de ejecución. Para hacer bien su trabajo, el obrero debe eliminar todos los problemas, aprender a repetir con precisión absoluta los mismos gestos, a sincronizarse con el movimiento constante de la máquina. Pero no es la máquina la que inhibe toda posibilidad de intervención con inventiva o de variación: es que, cuando la máquina y el obrero entran en acción, la operación de idear ha terminado ya, al nivel de proyecto. No ocurría así con la artesanía, donde no se trataba de ejecutar un proyecto, sino de seguir un modelo. El artesano refinado lo interpretaba según una cultura más cercana a la del creador del modelo o del objeto único; el artesano más tosco lo interpretaba según una cultura más periférica y esquemática. Tanto uno como otro hacían disfrutar de nuevo del valor originario del modelo en ámbitos culturales diversos y a la reducción cualitativa correspondía la extensión cuantitativa. Con la industria todo es diferente: es verdad que la repetición en serie no degrada el original (que, en realidad, ya no existe), pero no lo populariza, no lo adapta a las necesidades de una sociedad viviente, diferenciada, implicada.5
Si la experiencia es la condición de toda actividad estética, no puede negarse que la ciudad ofrece más ocasiones de experiencia estética que el campo: como productor de imágenes, el paisaje urbano es infinitamente más abundante y más rápido que el paisaje natural. Pero no es verdad que los estímulos emocionales de la ciudad regeneren las facultades de emoción e invención sofocadas por la repetición constante de los mismos gestos, por la percepción del mismo objeto llevado ante los ojos por el movimiento uniforme de la cadena de montaje: al contrario, colaboran en la determinación del bloqueo. Un partido de fútbol no es, para el apasionado, una invitación a jugar o un modo de imaginarse a sí mismo jugando: más bien lo disuade de hacerlo, también por una especie de vergüenza tecnológica que le hace percibir lo burdo que sería su juego respecto al de los especialistas.
La clase obrera, sin embargo, no es sólo una clase de prestadores de mano de obra; constituye una vasta categoría de consumidores que, dado el carácter circular de la producción y el consumo, debería influir poderosamente sobre la determinación, incluida la formal, del producto. Los análisis de mercado llevan indudablemente sobre la mesa del proyectista los altos coeficientes de consumo en el ámbito económico de la clase obrera: la producción industrial debería ser, en gran medida, producción popular, y no ya por la mediocre calidad y el bajo precio, sino como respuesta a las exigencias de la mayoría de consumidores. En general, no obstante, puede decirse que la producción industrial es una producción burguesa, extendida a las clases populares mediante una intensa y costosa publicidad. La incidencia del componente popular sobre la producción industrial es mínima; la tecnología industrial no parece proporcionar oportunidad alguna de expresión a la clase obrera, que además no es la protagonista principal. ¿Qué tiene que ver todo esto con el problema de un arte moderno popular? Mucho más de lo que parece, especialmente si se piensa que el arte popular no se puede presentar, en la situación histórica actual, como un género artístico minorum gentium y que el verdadero problema consiste en saber si el arte moderno hay que calificarlo de popular o de burgués, si tiene como horizonte la esfera social completa o un sector limitado de esta.6
El arte ha sido, durante muchos siglos, un instrumento de poder religioso o político: manifestaba y comunicaba los valores ideales sobre los cuales se fundaba y con los que se justificaba un poder esencialmente teocrático. Los artistas eran entonces meros ejecutores, aunque fuese a un nivel altísimo, casi de ministros de un rito. Sólo a finales del siglo XIII y principios del XIV los artistas se integran en una clase que todavía no es dirigente, pero que ya es fuerte e influyente: Giotto es el primer artista burgués, el técnico acreditado de una sociedad que se prepara para convertirse en una sociedad de técnicos. Hasta el siglo pasado, los artistas forman parte, con competencia y función propias, de la burguesía profesional; el carácter progresista que imprimen al arte y a sus procedimientos operacionales está conforme con el espíritu de progreso que informa la política y especialmente la economía burguesa. El arte comunica ciertamente un sistema de valores fundado en el conocimiento de la naturaleza, pero además comunica la confianza en que el ingenio humano pueda ampliar este conocimiento y mejorarlo a través de la novedad y la variedad de puntos de vista. La propia experiencia de lo real viene así considerada en su historia o, mejor, la historia no es otra cosa que la historia de esta experiencia. El factor más importante, en todos los campos del saber, es la innovación sobre la experiencia precedente, la invención: el arte, a partir del Quattrocento, es el modelo de procedimiento inventivo y de hecho los escritores celebran, especialmente en el artista, la calidad de la invención. Existe una diferencia sustancial respecto al Medievo, cuando el arte colocaba sus ejemplares únicos en el vértice de cada técnica artesanal concreta (orfebrería, esmalte, tejido, etcétera) todas las técnicas sometiéndose después, en lo que se refiere a los valores a comunicar, a una sola directiva doctrinal emanante de los supremos poderes religiosos o políticos. De Giotto en adelante el arte ya no proporciona muchos modelos de operación productiva, sino un solo modelo de productividad ideal, con el cual las fuerzas productivas manifiestan la decisión de autodirigirse, o mejor de asumir la dirección de la vida activa de la comunidad. Con la llamada Revolución Industrial, algunos y después todos los artistas significativos escinden la propia línea de ideación y operativa de la de la producción. Pero hay que tener cuidado: la eliminación de la naturaleza como base de la experiencia y como sistema de comunicación universal no ha sido decretada por los artistas, sino por la industria, que ha declarado inmediatamente que sus propios productos son totalmente artificiales, de ningún modo inspirados en la morfología natural. Son los artistas los que, en un primer momento, permanecen fieles a la naturaleza e intentan relanzarla en contradicción con la innaturalidad y la inhumanidad de la industria, renunciando, sin embargo, a asumirla como principio de autoridad y de guía.
Los impresionistas la niegan como sistema institucionalizado de valores, pero la revalorizan como dato inmediato de la conciencia; Cézanne afirma que este dato es ya pensamiento pensado y que el conocimiento no está por encima, sino dentro de la sensación. Sólo van Gogh, con una desgarradora laceración de todo su ser, grita que la vida de la naturaleza ya no está de acuerdo con la vida del hombre, y el conflicto es tan áspero que la naturaleza destruirá al hombre o el hombre a la naturaleza, escogiendo, en lo que a él respecta, morir con, en vez de contra la naturaleza. Con el expresionismo alemán se instaura finalmente la comunicación artística directa, sin el léxico, la gramática, la sintaxis, el código de la naturaleza.
La relación entre el arte y la tecnología industrial permanece tensa, pero puede ponerse en términos dialécticos. El cubismo transforma el sistema de comunicación, modelándolo de acuerdo con los principios estructurales y funcionales de la nueva tecnología, deduciendo de ellos sus propias coordenadas espacio-temporales. Le Corbusier y Gropius ya no hablan de la naturalidad, sino del carácter social de la arquitectura. Ya está claro que, al caer el sistema de mediación comunicativa de la naturaleza, no es posible mantener diferenciados jerárquicamente el plano de los ideadores y el de los productores. Nace así la figura del técnico proyectista o del designer, que ya no pertenece ni a la clase dirigente ni a la clase obrera y es, al mismo tiempo, un ideador y un ejecutor potencial. Este personaje sin clase social, portador de una cultura privada de cualificación ideológica, debería reunir las funciones directivas de la burguesía y las operativas del proletariado: se presenta, por tanto, como aquel que puede realizar la difícil integración de la experiencia del viejo artesanado (componente popular) en la racionalidad científica del sistema tecnológico industrial (componente burgués). Es entonces cuando se prevé y se auspicia una «revolución de técnicos» (Burnham), quizás también con la esperanza de derrotar a la revolución histórica que, en Rusia, venía ya de camino. En el propio ámbito de la Bauhaus de Weimar, heredera del Werkbund, se abre camino la idea de que el arte moderno, actuando a través de la tecnología industrial, no pueda ser otra cosa que arte popular. Como elemento extraño, en la escena del arte europeo entre las dos guerras el artista que recita el papel de gran clásico a la Corneille, defiende soberbiamente la bandera del arte culto, y todavía consigue hacer una obra maestra de pintura histórica (Guernica) es Picasso. Kandinsky y Klee no hablan al pueblo desde la tribuna del arte, sino que elaboran una serie de signos que ya no son portadores de significados dados a priori y aceptados como comunicadores de valores institucionales de una cultura de clase: signos, por tanto, que por su disponibilidad semántica ilimitada no pueden ser instrumentalizados y finalizados de ningún modo de acuerdo con los intereses de la clase dirigente. La novedad consiste sustancialmente en el hecho de que el signo ya no es portador de un mensaje o de una noticia, sino que se hace noticia y comunica sólo a sí mismo actuando, sin embargo, como llamamiento directo a la psique que lo recibe y poniéndola en una situación de vivaz excitación y casi de alarma. En otros términos, el arte no se propone tipos o ejemplos de existencia y de experiencia, sino a predisponer al «disfrutador» a vivir más lúcidamente, intensamente, eficazmente su propia existencia o experiencia. El fin común de Kandinsky y de Klee es el de hacer coincidir la comunicación colectiva con la intersubjetiva, y por esta vía, contribuir a definir la relación, que el organizador de la sociedad industrializada hace dificilísima, entre colectividad e individuo. Klee actúa sobre un material de imágenes que, proviniendo de pulsiones inconscientes, se muestra al principio como indiferenciado pero que, en el propio acto por el cual se visualiza como líneas o colores, se despoja de toda vaguedad evocativa y se presenta como realidad existencial absoluta, individualizada. Kandinsky procede en dirección contraria pero, de hecho, paralela. Se vale de un material de imágenes originalmente cargado de simbologías conceptuales (el cuadrado, el círculo, el triángulo, la recta, la curva); pero los «pone en situación», los fenomeniza en una contingencia espaciotemporal extremadamente precisa, los priva de toda función de comunicación simbólica, los da como absoluta e individualizada realidad existencial. Sus signos no disimulan su proveniencia cósmica, lo dice la trayectoria o la parábola por la cual llegan a la tela o al papel; pero la situación que determina su encuentro es una situación hic et nunc que cristaliza y fenomeniza el instante de la existencia del percipiente. El problema central es siempre el de la relación entre unidad y serie, entre individuo y colectividad: proyectado por Klee sobre lo profundo y por Kandinsky sobre lo sublime, es siempre el problema de la inescindibilidad del átomo-individuo en la totalidad del contexto social. El peligro que se cierne sobre una sociedad industrializada es la masificación, el fin de las autonomías individuales; pero hasta que el individuo no se disgrega no puede ser masa, hasta que no es masa es pueblo, es decir, una sociedad articulada cuyo movimiento está determinado por la resultante de las fuerzas individuales que actúan sólidamente en este campo. Klee invoca más veces «al pueblo que no está con nosotros» porque está fundiéndose y bloqueándose en la masa.7 Kandinsky no se separa nunca del recuerdo del arte popular ruso que estudió en su juventud; la Bauhaus no reniega de sus inicios populistas. El mismo problema se lo plantea Gropius cuando concibe la arquitectura como urbanismo y el urbanismo como estructura de una colectividad articulada, en la que cada uno se mueve con movimientos individuales pero coordinados, y con el máximo de tempestividad y eficacia: una sociedad-pueblo, por tanto, y no una sociedad-masa. La ciudad, como producto de un design que se halla en los grandes trazados urbanos, en la planimetría de las casas e incluso en los más pequeños objetos auxiliares de la vida cotidiana, es, más que la imagen viviente, el instrumento esencial de esta sociedad; y la función del design es la de hacer que cada uno pueda situar el signo de la propia existencia en el pattern colectivo. Es, claramente, una operación estética o creativa de la cual sería incapaz una masa indiferenciada, pero en la cual debería expresarse el ethos de una sociedad como pueblo. Obra colectiva de una comunidad popular eran las grandes catedrales del Medievo: la ciudad industrial debería ser la catedral laica alzada por un pueblo finalmente unido en el trabajo, por encima de las barreras de clase y de nación. ¿Qué es lo que ha transformado este ideal en una fabulosa utopía? No su racionalidad rigurosa, sino la irracionalidad brutal de una política duramente realista y abiertamente reaccionaria, aliada y tutora de la especulación inmobiliaria a la cual ha dejado las manos libres en las ciudades del pueblo. Los gigantescos «contenedores humanos» que trituran en un tornillo de banco de cemento el corazón histórico de nuestras ciudades son los crisoles refractarios en los que, día a día, el pueblo se funde en una colada humana informe, en una masa informe privada de conciencia histórica e intencionalidad política. No se pide que sea el pueblo el que construya las casas y las ciudades como los primitivos construyen sus propias chozas y sus propias aldeas: el arte popular no lo hacen los miembros del pueblo del mismo modo que el arte sacro no lo hacen los sacerdotes o el arte de corte los príncipes. Al demos le corresponde construir la polis mediante la obra de técnicos que no sean, como son, por desgracia, en su mayor parte, los servidores humildísimos de una clase obsoleta como clase dirigente, pero aún fuerte como grupo de poder. El otro campo, confinante con el primero, en el cual puede realizarse un arte moderno popular es el del diseño industrial. En este campo se han obtenido innegables éxitos tácticos pero a estos, con la sobrevenida fase neocapitalista, ha seguido un estancamiento que está degenerando en parálisis y amenaza con terminar en gangrena. Del proyecto no se ha pasado a la planificación; la búsqueda de la forma justa para la función justa se admite sólo en cuanto pueda servir para derrotar a la competencia y aumentar el beneficio. El técnico se ha puesto a las órdenes de los grupos de poder, colaborando en transformar el sistema de producción en un sistema de explotación. Hoy la industria emplea casi la totalidad de las energías del trabajo y los recursos económicos. La influencia de la circulación de productos sobre el modo de vivir y de pensar es enorme. El pueblo debería ejercer su acción dirigente mediante sus elecciones; pero la capacidad de elegir se paraliza desde el principio y no sólo por el bombardeo intensivo de la publicidad, sino mediante la destrucción sistemática de la personalidad mediante los famosos mass-media (cine, televisión, revistas, tebeos) y el empleo compulsivo del tiempo libre. Dado que la demanda influye en la producción, y que se pretende que la producción sea de masa, se actúa de modo que la demanda no sea de pueblo, sino de masa. Lo que se llama crisis del arte moderno se reduce sustancialmente a esto: al arte de la burguesía, que ha producido innumerables obras de arte pero ha cerrado su ciclo histórico, no ha sucedido un arte del pueblo. Ya se habla de un arte de masa para una cultura de masa pero ¿puede existir objetivamente un arte de masa? No interesa saber si el arte es una necesidad primordial e insuprimible del espíritu, pero es un hecho que es un componente constante y necesario de la historia. No hay arte sin historia, pero puede decirse lo contrario, porque la historia no es la cadena ininterrumpida de los acontecimientos, sino la representación unitaria de los hechos humanos. Livio, que ha fundado la historia, no sólo como memoria y narración, sino como justificación manifiesta del hacer humano, construcción y representación del mundo civil, ha sido, ante todo, un grandísimo artista. Para que el pueblo (en el sentido casi sacro de Klee) no se convierta en un rebaño, masa ilimitadamente disponible, también para las «cochinas guerras» en las que los grupos de poder manifiestan al mismo tiempo su carencia de razones históricas y su voluntad de poder, debe tomar conciencia de la necesidad de encuadrar su enorme acumulación de fuerza en una estructura que lo sostenga. La búsqueda de un diseño estructural de la realidad «pueblo» ha sido llevada muy lejos por la ciencia moderna: por la historiografía desmitizada de Marx y Engels, por la fenomenología de Husserl, por la exploración del inconsciente colectivo de Jung, por la interpretación del mito de Kerényi, por el estructuralismo lingüístico de Saussure y por el etnológico de Lévi-Strauss. También en el arte se han llevado a cabo investigaciones paralelas, no se trata sino de otra cosa que de reconocerlas por lo que son: intentos de fundar el arte moderno como arte popular por necesidad y por elección histórica. La investigación, que comienza con Kandinsky y con Klee, se concreta en el esfuerzo de liberar al arte de toda dirección clasista, es decir, de la obligación de manifestar y comunicar un sistema de valores institucionalizados, de reconducirlo a la semanticidad pura, a la comunicación directa e intersubjetiva: en un horizonte amplísimo que comprenda el urbanismo en su significado más amplio, el diseño industrial, los modos de comunicar mediante imágenes: imágenes no ya entendidas como evasión de la realidad mediante el sueño o la fábula, sino como pensamiento vivo y concreto, liberado del sistema condicionado y condicionante del esquematismo lógico. Tras la trágica experiencia de la guerra, el ideal racionalista de Gropius, de Mies Van der Rohe, de Le Corbusier, de Mondrian, de Theo van Doesburg, aparece como el último y fascinante mito europeo: un llamamiento in extremis a la burguesía capitalista para que no traicionase los orígenes iluministas de su cultura. La burguesía en el poder lo ha rechazado con desprecio: renegando de su propia historia, declinando su responsabilidad como clase dirigente, afirmando cínicamente que la dirección social y política es, simplemente, el poder.
En el último confín de la cultura iluminista burguesa, Mondrian ha presentado el noumeno-fenómeno de su pintura como una propuesta urbanística; ha intentado, por tanto, traducir a realidad existencial lo que consideraba una verdad racional. Ha sido el último, generoso esfuerzo de intentar «popularizar» el arte burgués, cuando ya Klee y Kandinsky indicaban, como única posibilidad de salvación, un arte del pueblo.
No sabemos si la ciudad del mañana será una construcción histórica o un amasijo de cuarteles, prisiones, manicomios. Sabemos, sin embargo, que, si es una construcción histórica, será necesariamente arte popular y que se hará con el concurso, para tejer las imágenes y definir el espacio y la estructura, además de los técnicos cualificados, de artistas como Miró y Masson, Pollock y Rothko, Dubuffet y Calder.

Traducción de Juan José Gómez Gutiérrez.
Intervención de G.C. Argan en el congreso Arte popolare moderna, Verucchio, Ferrara, 1968.
Fuente: Cultura y política. Revista Cultura moderna, nº 0 (2004).

1. Relacionamos algunos pasos tomados de sucesivas intervenciones de Argan con el fin de ampliar y clarificar más el discurso (n. de la ed.):
«No quiero, por el momento, proponerme definir qué es “arte popular”, sino, sobre todo, qué es el “arte no popular”. No creo que se pueda responder a esta pregunta diciendo: ‘arte popular es aquel que todo el mundo entiende; arte popular es aquel que el pueblo entiende inmediatamente. Y no lo creo porque el simple acto de percepción y también de aceptación de valores no es todavía suficiente para definir una actitud activa. El postulado de que el arte representativo (representativo de valores institucionalizados) es siempre un arte no popular se funda en la consideración de que toda institución de valores, con la consecuente necesidad de comunicarlos de modo imperativo o de modo persuasivo, está siempre compuesta de grupos sociales que detentan y procuran conservar el poder, no siendo el poder otra cosa, en sustancia, que la autoridad de definir, imponer, comunicar valores tenidos por constituyentes y estructurantes del orden social. El primer corolario de este postulado es que no deben tomarse por arte popular, en el sentido de expresión de una iniciativa estética popular, las llamadas representaciones “ingenuas”, el llamado “art naif”, en cuanto son simplemente representaciones a nivel divulgativo de valores emanados directamente, o mediante aparatos de condicionamiento, de grupos sociales que detentan el poder. Esta limitación se aplica también al llamado “realismo socialista” el cual, en realidad, no es otra cosa que la elección de un lenguaje corriente para comunicar ciertos valores ideológicos que se tienen por estructurantes de un nuevo orden social y, por tanto, cuya diferencia respecto a la comunicación de valores ya institucionalizados se encuentra simplemente en el hecho de que los valores que se comunican o no están instituidos realmente todavía o son valores con los que se cuenta para el futuro».

2. Si una obra de arte nos lleva a un contenido de experiencia, está claro que, una vez que lo hemos aferrado, recibido, comprendido, no hay necesidad de repetirlo, la repetición se convierte en una copia y nos damos cuenta inmediatamente de que nos encontramos ante la decadencia de los valores. ¿Dónde, sin embargo, la repetición no se convierte en una copia? Lo sabemos perfectamente: en la ornamentación. En la ornamentación no estamos frente a la iteración y a la repetición serial de una imagen dada. Si repito una señal no es porque quiera repetir esta señal, sino porque quiero repetir el acto que ha determinado la señal. Cuando un devoto recita, por ejemplo, el Rosario, que consiste en repetir siempre la misma oración, supongo que no pretenderá comunicar a dios determinadas noticias que se contienen en el contexto verbal de la oración, sino repetir un acto verbal, porque asigna el valor al repetirse y, por tanto, también al no-terminarse de este acto. Evidentemente, en este caso debemos dirigir nuestra atención del resultado de la operación artística a la propia operación artística, es decir: a una cierta elaboración de materias y de medios a través de los cuales se lleva a cabo este acto que se repite.

3. Según la opinión común, la obra del sector popular consistiría en la repetición y limitación, en la limitada posibilidad de medios permitidos, de un modo de ser de sectores superiores; pero si considero el instrumental popular, me encuentro inmediatamente frente a una fenomenología completamente diferente, completamente diferente en arquitectura, en el mobiliario, en los instrumentos de trabajo. Me encuentro también frente a una tecnología organizada, porque nada me autoriza a pensar que una casa rural se construya ignorando las leyes estáticas de la arquitectura y de una determinada técnica constructiva, o que los utensilios y los instrumentos sean producto de la improvisación dictada por la necesidad inmediata; no sólo, pero, mientras estoy frente a estos objetos, a estos utensilios, mobiliario, casas, les reconozco un carácter de producción de grupo, no individualizada o individualizable; tengo además que preguntarme si debo considerar a este grupo de modo sincrónico o diacrónico. Es decir: si el grupo está constituido sólo de un cierto número de individuos que viven en el mismo contexto sociológico y cultural, que elaboran esa forma determinada, por ejemplo, de arado, porque parece que responde mejor a las necesidades, o si esa forma de arado no es el producto de una elaboración en el tiempo que realiza el grupo a través de la transmisión de experiencias.

4. En el pasado teníamos un arte popular que era artesanado de segundo plano, un artesanado más simplificado y elemental, aunque ese arte popular estaba relacionado con el gran artesanado de la ciudad, pertenecía de pleno derecho al sistema de producción artesanal, pertenecía, por tanto, de pleno derecho a la tecnología del tiempo, a la situación de la cultura tecnológica del tiempo, la cual también preveía, como necesidad interna, propia, la relación ciudad-periferia esencial sobre todo en las sociedades municipales y del primer renacimiento. Hoy en día, si hablásemos de arte popular como supervivencia del artesanado en una situación tecnológica, y también en una situación sociológica y cultural industrial, declararíamos inmediatamente el fin próximo, si no el fin ya sobrevenido, de aquella actividad artesanal porque, si no, estaríamos afirmando simplemente la poesía del carro frente a la locomotora, el automóvil, el avión.

5. El mundo moderno ha hecho una elección, y la ha hecho en el sentido de la tecnología industrial pura, la ha hecho en el sentido de la condena total de toda dirección artística posible, o la ha hecho en el sentido de la sujeción de la dirección artística, como componente de la dirección puramente científico-tecnológica. Lo que se pregunta es si la nueva tecnología puede alcanzar resultados estéticos, y si estos resultados pueden tener una amplitud y una profundidad histórica tal que puedan llamarse populares y no sólo colectivos. El problema de fondo, por tanto, es este: si la producción industrial, como desarrollo irreversible de los modos de producción humana, pueda dar lugar a resultados estéticos, primero. Segundo: si estos resultados estéticos, estando ligados a objetos cuya difusión es prácticamente ilimitada, puedan considerarse expresiones sólo de una cantidad ilimitada, o pueden expresar valores cualitativos.

6. Es necesario, por tanto, llegar a cerciorarse de si es posible que el arte contemporáneo ejerza como un arte dirigido a una comunicación sin límites, dirigido a toda la sociedad sin distinciones de clase, o bien si esta intención de comunicación sin límites sea algo sólo característico de algunas corrientes, operantes en el ámbito de la cultura artística contemporánea o, en la peor hipótesis, de ninguna.

7. Cada vez que hablamos de masa no hablamos de pueblo, sino de algo antitético al pueblo, de algo que priva al pueblo de la conciencia de su historicidad. Paul Klee, en sus diarios, ha escrito que había sólo una cosa que le causaba profundo dolor: «El pueblo todavía no está con nosotros», es decir: Paul Klee sentía que el valor al que había que apuntar no era el valor abstractamente ahistórico de la sociedad, comunidad, etcétera, sino al valor histórico de la palabra «pueblo», que no es otra cosa que una colectividad que tiene conciencia de la posición histórica propia no subalterna.

Giulio Carlo Argan (Turín, 1909-Roma, 1992). Historiador y crítico de arte italiano. Inspector de los museos del Estado y profesor de historia del arte en las universidades de Palermo y de Roma, de cuya ciudad fue alcalde (1976-1979), por el Partido Comunista Italiano.

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